Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener un piano no lo vuelve pianista.
Cuando yo tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años.
Amar a la madre de sus hijos es lo mejor que un padre puede hacer por sus hijos.
Alguien me preguntó que como me calificaba de padre y fue esa pregunta, la que me hace hacerme este autoexamen, cuando por circunstancias que son ajenas a esa personita que adoras con las fuerzas del universo tienes que estar lejos de ella, esa pregunta adquiere un gran significado en la vida de uno como hombre y padre.
Siempre he creído que un padre es aquel que siempre está al lado del cañón, el que cuando duerme tiene uno ojo cerrado y el otro vigilante del sueño de sus hijos, me hubiese gustado mucho poder haber sido ese padre, como lo fue el mío, como lo fue mi muy extrañado abuelo, desafortunadamente no ha sido posible, pensé que tendría la entereza de poner el pecho a los problemas de pareja y obviarlos, en nombre del amor de los hijos.
Pero no fui lo suficientemente fuerte ni valiente para hacerlo, realmente envidio a las personas que hacen de lado su condición de hombre y mujer, y se quedan con la investidura de padres, dejan de lado el amor del uno por el otro y cultivan el amor en sus hijos, no serán las mejores personas pero creo que son unos hombres y mujeres envidiables, pues enseñan a sus hijos el valor de una familia, el aprecio por el amor a los hijos, así a la larga cuando ellos crezcan no lo agradezcan y terminen juzgandolos como hombres y mujeres, y no como padres que fueron ante todo.
Me gustaría mucho volver a vivir esos tres días de la tercera semana de febrero, a ese día en que estuvimos dando vueltas por la ciudad, gracias a las maravillas del POS, y terminar en una clínica de la cual tuve muchas dudas a un principio, donde tuve que pasar la noche en la calle, al lado de la puerta, esperando noticias que nunca llegarían, de un día completo esperando en esa puerta, de solo escuchar, un insípido “nació su bebita” a medio día, del sentarme en el andén enfrente de la clínica y llorar, con esa mezcla de felicidad y angustia, pues no podía ver a las mujeres de mi vida, de luchar contra los guardas de seguridad, de contar con la providencia de un enfermero, para que a escondidas me dejara entrar y verla...
Verla tan pequeña, tan de mentiras, ver la cara de cansancio de la mamá y ver la expresión de paz de ella, de querer abrazarlas y jamás soltarlas, de no querer volver a vivir la angustia de dejarlas solas, de salir de nuevo como entré a la clínica, a hurtadillas, y sentarme de nuevo en ese frío andén y abrazar el viento con lágrimas en los ojos pero con una inmensa sonrisa.
De otro día corriendo como loco por media Bogotá consiguiendo el auxiliar de la registraduría, de verla en su cunita, de poder darle su primer biberón, de andar luchando contra el planeta para poder llevarlas a casa.
Recuerdo cuando pasaba noches en vela tarareando cuanta tontería se me venía a la cabeza para regalarle el preciado sueño, de andar a tientas por el apartamento en búsqueda de biberones, pañales y demás, de hacer bromas pesadas con los pañales sucios, del baño en la tina y esas cosas… Es algo que cada vez que recuerdo me llena de felicidad, porque fue algo que hice con total desinterés y con toda la alegría que un ser humano pudiera albergar.
Ahora verla independiente, camino hacia el colegio, creciendo rápidamente, convirtiéndose en toda una mujer, pero sin yo estar ahí siempre; me llena de la misma angustia que viví aquel trece de febrero, sé que es una de las consecuencias que se deben pagar cuando uno deja que el amor entre padres muera, y sé también que es un precio muy alto a pagar.
Me esmeraré por estar siempre a su lado, de siempre ir en su auxilio cada vez que me necesite, de seguir siendo ese superhombre que ella ve, cada vez que me mira con sus lindos ojos castaños...