Desperté.
Algo aturdido, me levanté del suelo que me había acunado desde quién sabe qué infinidad de horas. Mis huesos estaban molidos y no podía pensar con claridad. No recordaba cómo había llegado hasta allí, mi memoria estaba atrofiada: la situación en sí… era como si hubiera sido preso de mi propio ensueño.
Tal vez, al lector se le presentársele la posibilidad de que yo pudiera hallarme angustioso, por el mismo hecho de no haber rastro de civilización y estar en paradero desconocido. Pero no fue así. La calma que recorría aquella inmensa sala enlucida y su majestuoso silencio, me desconcertaban por completo. De buenas a primeras, no me daban motivo alguno para que pudiera acongojarme, sino que abrían una ventana en mi fantasía. Además, aun habiendo grandes lagunas en mí cabeza, que me privaran de explicar cómo diablos había llegado a tales circunstancias, conservaba algo muy valioso: mis magníficos recuerdos y, con un encanto especial, el más hermoso de ellos, el de mi queridísima Elisabeth.
Tiemblo cuando pienso en Elisa, pues así era cómo la llamábamos sus más allegados; cuando evoco su rostro entre mis ojos, hay un nervio que se me desprende y me recorre de arriba a abajo, hasta lo más hondo de mi pecho. Sin lugar a dudas, era preciosa: una serafina caída del cielo y en cuyo mórbido cuerpo, bajo su piel nevada, se encontraba un ardiente y peligroso veneno, del que solo a veces pude convalecer. Era ese mismo amor destructivo, ese acercamiento y ese beso a la muerte, natural en su atractivo.
Lo cierto es que yo la amaba, vehemente, como jamás he amado a nadie. No podía dejar de mirar esos negros ojos azabache, ni de adorar aquél voluptuoso cuerpo, me sentía como un erudito del culto a la mujer. Necesitaba de ese pelo marchito, que se encrespaba con facilidad y que con gran sensualidad recorría su cuello, y se perdía entre sus senos. Sin lugar a dudas era la más guapa de todas, más guapa que cualquiera. Su lozanía era pegadiza y yo, por aquél entonces, no fui ninguna excepción.
Al principio, todo era perfecto, pero maldito vudú el que cayó sobre mí, no entiendo como a veces las cosas buenas de las vida llegan a perderse y aunque luchemos por conservarlas, con una pasión desbordante, quién mueve los hilos tenga tan poco corazón para dejarnos impotentes y hacernos espectadores de nuestra misma destrucción . Recuerdo que una noche, durante una de mis lecturas, advertí una extraña presencia; volví mi mirada hacia la puerta y vi como se desdibujaba la figura de mi querida mujer, que se desprendía de la noche dando ligeros pasos hacia mí, hasta poder reconocerla parcialmente; digo parcialmente porque a pesar de que, sin lugar a dudas, se trataba de mi queridísima esposa, algo había cambiado, tal vez solo fuera una corazonada mía, pero aquél mirar, no era el mismo mirar sombrío y risueño, en cuyo calor me cobijaba del amanecer, sino que era como si le hubiesen prendido la vida, solo quedaba un yermo terreno desolado[...]
El Gato Negro
las sillas no estan al reves, sólo estas en el suelo mirando todo al reves, mareado y por eso te parece estar moviendote, lo blanco es la luz intensa ke entra por las ventanas y llena la sala.. jaja, de verdad esto da a imaginar muchas cosas, y da lugar a imaginar lo ke vendra, es como un dejabu,
ResponderEliminarSeria un buen final poder vislumbrar, que todo eran apariencias y ese extraño lugar no es más que tu misma habitación, a las once de la mañana, cuando irradia el sol y el misterio de las sillas del revés, se resuelve con la perspectiva.
ResponderEliminarCreo Gato...que este maravilloso relato se me había escapado, y enhorabuena que lo hallé!, me di cuenta que pocas cosas tuyas he leído...y hoy una tarde lluviosa en Buenos Aires, te encuentro, y celebro lo placentero que es leer tus escritos. Además de agradecer siempre ser parte de éste espacio compartido. Un abrazo!
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