La bailarina
Siento mi mirada que recorre el patio de mi colegio en la primaria en busca de la felicidad de todos, tropieza con una niña, Cecilia, solitaria en una jardinera, comiéndose su sándwich de jamón importado con queso. Siento mis deseos de unirla con el mundo de la compañía y mi felicidad al juntarla con otra como ella que se hundía poco a poco en la soledad del patio plagado de niñas curiosas, traviesas, alborotando los corredores que te llevaban a la capilla en donde nos hacían oír misa todos los días. Todavía puedo verlas, están allí, mirándose, sonriéndose mutuamente.
Siento en mi cabecita la corona de reina de juguete, era de plástico y pedacitos de platina que parecían diamantes sobre la cabeza de una niña que me recordaba que yo no era importante en la vida de aquellos que me dejaban guardada en un cuarto con televisor, camas camarotes y la crueldad de una ventana por donde observaba un mundo al que no tenía acceso.
Toco mí vestido de tul rosado, suspendido en el aire al giro de mi cuerpo, en medio de la multitud que baila: fue una noche de algarabía y puedo recordar los aromas contaminados por mi intuición de haberlo perdido todo; era la boda de mi madre. Siento triste mi sonrisa y escucho mi corazón latiendo como si hubiera estado corriendo, me escondo debajo de la mesa del comedor, con la ilusión de la promesa de que mi primo Arturo vendría el próximo invierno para jugar conmigo y rescatarme de esas tardes aburridas de telenovelas y del cielo gris de mis once años. Recuerdo la luz de la lámpara de tres focos que me llegaba poco a ese espacio cobijado por un grueso cielo de madera oscura.
Siento unas manos que aprietan mis dedos que tocan mis piernas dentro de la frazada, deseos de vivir sólo para compartir la vida con él que es tan pequeño, es uno de mis hermanitos a quien tengo que cuidar porque mi madre no quiere esa responsabilidad. Siento el agua tibia de su baño, su mechón de cabellos rubios contra mi mejilla, su vocecita gigante tocando hasta el último rincón de mi alma solitaria. Siento unas ganas terribles de llorar mis manantiales de tristeza. No soy feliz.
Corren lágrimas de desespero ante una mala nota marcada con rojo sobre la hoja oficio de un examen de matemáticas, una decisión de cambiar el curso de los números rojos de mi boleta del último año de la primaria, la única mala nota porque todas las demás eran veintes. Era la primera de la clase e iba a perder mi puesto de alumna aplicada porque no me gustaba para nada la profesora de matemáticas a la que no simpatizaba, tenia que tener mi libreta en azul ya que mi corazoncito anhelaba la admiración de los que no estaban cerca. No podía defraudar a mi abuela.
Siento miedo de entrar a la escuela a las dos de la tarde, huele a despedida, a peligro, a responsabilidades de adultos, a grandes decisiones, es que me van a expulsar culpándome de haber hablado cosas impúdicas, de haber despertado la malicia en una de mis compañeras, todo porque se hizo mujercita en el servicio de señoritas y la única que estaba allí para decirle que le había bajado el periodo era yo. Me acusaron de ser pecadora. Me estremece la soledad más que nunca antes, la clara sensación de que se había perdido todo. Veo la luz rodeando el cuerpo de mi hermana a los diez y luego me veo rodeada de su luz; brillamos juntas durante casi veinte años y luego nos consumimos en hogueras mutuas hasta que todo se oscureció. La vida y sus circunstancias nos separarían. Los golpes nos aplastarían y acabarían con nuestros anhelos de llegar a ser grandes bailarinas. Ella se pasaría la vida corriendo muchas millas, yo imaginando que mis manos lloraban el flamenco.
Busco el olor de mis triunfos y el reconocimiento que trajeron a mi vida pero no lo percibo, busco en el aire su aroma pero ni siquiera logro recordarlo. Queda una sensación descolorida que se pinta de negro cuando recuerdo la desventura de ser aplicada, romántica, habladora, cursi, ridícula, anticuada, envidiada, bella, talentosa, abusada, aplastada, ignorada, incomprendida, de sentir que nadie me quería.
Siento en mi dedo el anillo de colegio del quinto de secundaria, que vuela por los aires hasta perderse en la oscuridad del patio del colegio, para nunca recuperarlo, porque esa noche tuve un pleito muy grande con el desgraciado que me había vilmente engañado. Me siento enamorada, locamente enamorada por primera vez, pero muy triste, en plena metamorfosis hacia lo que soy desde siempre, una mujer buscando el amor, entregando su alma, su vida, su total. Siempre a los hombres equivocados.
Percibo la desesperada realidad de tener otro hermano que viene a contaminarlo todo, a mi dolor de estómago provocado por una tía malvada que dice que ahora sí quedaré relegada en un rincón de veinte centímetros, como si antes mi rincón no hubiera sido un poco más chico. Oigo el llanto de un bebé en la habitación de al lado, siento sus manitas que buscan mi dedo gordo para apretarlo, anhelando convertirme en una muñeca gigante, en su protectora, en su madre, en su protectora. Desde siempre he sido la protectora, la mujer gallina.
Oigo el sonido triste de las cuerdas de mi guitarra, mi soledad de siempre acompañada por su música, mis ganas de encontrarme y de hacerme invisible. Cierro los ojos para volver a soñar, para que se cumpla mi sueño de amor, en el sueño soy feliz, estoy bailando, estoy sonriendo, estoy más allá de mí misma.
Regresan los terrores nocturnos, los pleitos con mi madre enemiga, los gigantes monstruos con los que compartí mi infancia y que lograron infectarme de terror a los diez y siete años. Vuelvo a caer en el hueco negro. Respiro profundamente y al abrir mis fosas nasales lo percibo aún: el olor del amor imaginario, de la poesía naciéndome en las palmas de las manos, de las palabras que brotaban del manantial de mí torturada mente. Inventaba una fusión y sentía los pasos del que caminaba ya en el mundo sin saber de mí y sin hacerse presente todavía. Regresa el temor: una enorme escuela que absorbe hasta devorarme por completo.
Me veo caminando por la avenida solitaria a las seis de la mañana, voy hacia un enorme grupo donde otra vez no cuento ni inspiro. Regresa el recuerdo de cómo mis ojos inundan la almohada por las noches.
Entonces, el aroma del amor colma el aire: uno que me rescató de mi intento de abandonar mis sueños y que luego se fue a buscarse a sí mismo; otro que fue un lobo que se disfrazó de amante enamorado para ocultar un espíritu pobre y necio; un tercero que me perfumó con mi propia esencia y luego se extinguió dejándome llena de mi aroma.
El recuerdo de cómo bailaba el flamenco, el movimiento armonioso de mis manos, el estiramiento de mis brazos, me alargo, me encojo, me contraigo, me elevo, salto invado el espacio con mi grácil movimiento. Soy yo perfumada de danza, feliz, feliz, hallada, colmada, inspirada de esto que se llama vida. Me siento enamorada, marcada por una personalidad fuerte y viril vestida con gabardina y poesía; es hermoso, intrigante, me conquistó en un segundo y después fui suya mientras me susurraba al oído falsas promesas de amor. Me duele de nuevo porque siempre supe con certeza que era él y no otro mi verdadero amor. Me invade el recuerdo de cómo luchaba como una gata anhelante para tenerlo para luego quedarme callada ante el dolor de su negativa que plagó mi aire. Entonces viene un olor a pérdida que se cierne sobre todo lo que abrazo y lo que suelto.
Siento mi mirada que recorre el patio de mi colegio en la primaria en busca de la felicidad de todos, tropieza con una niña, Cecilia, solitaria en una jardinera, comiéndose su sándwich de jamón importado con queso. Siento mis deseos de unirla con el mundo de la compañía y mi felicidad al juntarla con otra como ella que se hundía poco a poco en la soledad del patio plagado de niñas curiosas, traviesas, alborotando los corredores que te llevaban a la capilla en donde nos hacían oír misa todos los días. Todavía puedo verlas, están allí, mirándose, sonriéndose mutuamente.
Siento en mi cabecita la corona de reina de juguete, era de plástico y pedacitos de platina que parecían diamantes sobre la cabeza de una niña que me recordaba que yo no era importante en la vida de aquellos que me dejaban guardada en un cuarto con televisor, camas camarotes y la crueldad de una ventana por donde observaba un mundo al que no tenía acceso.
Toco mí vestido de tul rosado, suspendido en el aire al giro de mi cuerpo, en medio de la multitud que baila: fue una noche de algarabía y puedo recordar los aromas contaminados por mi intuición de haberlo perdido todo; era la boda de mi madre. Siento triste mi sonrisa y escucho mi corazón latiendo como si hubiera estado corriendo, me escondo debajo de la mesa del comedor, con la ilusión de la promesa de que mi primo Arturo vendría el próximo invierno para jugar conmigo y rescatarme de esas tardes aburridas de telenovelas y del cielo gris de mis once años. Recuerdo la luz de la lámpara de tres focos que me llegaba poco a ese espacio cobijado por un grueso cielo de madera oscura.
Siento unas manos que aprietan mis dedos que tocan mis piernas dentro de la frazada, deseos de vivir sólo para compartir la vida con él que es tan pequeño, es uno de mis hermanitos a quien tengo que cuidar porque mi madre no quiere esa responsabilidad. Siento el agua tibia de su baño, su mechón de cabellos rubios contra mi mejilla, su vocecita gigante tocando hasta el último rincón de mi alma solitaria. Siento unas ganas terribles de llorar mis manantiales de tristeza. No soy feliz.
Corren lágrimas de desespero ante una mala nota marcada con rojo sobre la hoja oficio de un examen de matemáticas, una decisión de cambiar el curso de los números rojos de mi boleta del último año de la primaria, la única mala nota porque todas las demás eran veintes. Era la primera de la clase e iba a perder mi puesto de alumna aplicada porque no me gustaba para nada la profesora de matemáticas a la que no simpatizaba, tenia que tener mi libreta en azul ya que mi corazoncito anhelaba la admiración de los que no estaban cerca. No podía defraudar a mi abuela.
Siento miedo de entrar a la escuela a las dos de la tarde, huele a despedida, a peligro, a responsabilidades de adultos, a grandes decisiones, es que me van a expulsar culpándome de haber hablado cosas impúdicas, de haber despertado la malicia en una de mis compañeras, todo porque se hizo mujercita en el servicio de señoritas y la única que estaba allí para decirle que le había bajado el periodo era yo. Me acusaron de ser pecadora. Me estremece la soledad más que nunca antes, la clara sensación de que se había perdido todo. Veo la luz rodeando el cuerpo de mi hermana a los diez y luego me veo rodeada de su luz; brillamos juntas durante casi veinte años y luego nos consumimos en hogueras mutuas hasta que todo se oscureció. La vida y sus circunstancias nos separarían. Los golpes nos aplastarían y acabarían con nuestros anhelos de llegar a ser grandes bailarinas. Ella se pasaría la vida corriendo muchas millas, yo imaginando que mis manos lloraban el flamenco.
Busco el olor de mis triunfos y el reconocimiento que trajeron a mi vida pero no lo percibo, busco en el aire su aroma pero ni siquiera logro recordarlo. Queda una sensación descolorida que se pinta de negro cuando recuerdo la desventura de ser aplicada, romántica, habladora, cursi, ridícula, anticuada, envidiada, bella, talentosa, abusada, aplastada, ignorada, incomprendida, de sentir que nadie me quería.
Siento en mi dedo el anillo de colegio del quinto de secundaria, que vuela por los aires hasta perderse en la oscuridad del patio del colegio, para nunca recuperarlo, porque esa noche tuve un pleito muy grande con el desgraciado que me había vilmente engañado. Me siento enamorada, locamente enamorada por primera vez, pero muy triste, en plena metamorfosis hacia lo que soy desde siempre, una mujer buscando el amor, entregando su alma, su vida, su total. Siempre a los hombres equivocados.
Percibo la desesperada realidad de tener otro hermano que viene a contaminarlo todo, a mi dolor de estómago provocado por una tía malvada que dice que ahora sí quedaré relegada en un rincón de veinte centímetros, como si antes mi rincón no hubiera sido un poco más chico. Oigo el llanto de un bebé en la habitación de al lado, siento sus manitas que buscan mi dedo gordo para apretarlo, anhelando convertirme en una muñeca gigante, en su protectora, en su madre, en su protectora. Desde siempre he sido la protectora, la mujer gallina.
Oigo el sonido triste de las cuerdas de mi guitarra, mi soledad de siempre acompañada por su música, mis ganas de encontrarme y de hacerme invisible. Cierro los ojos para volver a soñar, para que se cumpla mi sueño de amor, en el sueño soy feliz, estoy bailando, estoy sonriendo, estoy más allá de mí misma.
Regresan los terrores nocturnos, los pleitos con mi madre enemiga, los gigantes monstruos con los que compartí mi infancia y que lograron infectarme de terror a los diez y siete años. Vuelvo a caer en el hueco negro. Respiro profundamente y al abrir mis fosas nasales lo percibo aún: el olor del amor imaginario, de la poesía naciéndome en las palmas de las manos, de las palabras que brotaban del manantial de mí torturada mente. Inventaba una fusión y sentía los pasos del que caminaba ya en el mundo sin saber de mí y sin hacerse presente todavía. Regresa el temor: una enorme escuela que absorbe hasta devorarme por completo.
Me veo caminando por la avenida solitaria a las seis de la mañana, voy hacia un enorme grupo donde otra vez no cuento ni inspiro. Regresa el recuerdo de cómo mis ojos inundan la almohada por las noches.
Entonces, el aroma del amor colma el aire: uno que me rescató de mi intento de abandonar mis sueños y que luego se fue a buscarse a sí mismo; otro que fue un lobo que se disfrazó de amante enamorado para ocultar un espíritu pobre y necio; un tercero que me perfumó con mi propia esencia y luego se extinguió dejándome llena de mi aroma.
El recuerdo de cómo bailaba el flamenco, el movimiento armonioso de mis manos, el estiramiento de mis brazos, me alargo, me encojo, me contraigo, me elevo, salto invado el espacio con mi grácil movimiento. Soy yo perfumada de danza, feliz, feliz, hallada, colmada, inspirada de esto que se llama vida. Me siento enamorada, marcada por una personalidad fuerte y viril vestida con gabardina y poesía; es hermoso, intrigante, me conquistó en un segundo y después fui suya mientras me susurraba al oído falsas promesas de amor. Me duele de nuevo porque siempre supe con certeza que era él y no otro mi verdadero amor. Me invade el recuerdo de cómo luchaba como una gata anhelante para tenerlo para luego quedarme callada ante el dolor de su negativa que plagó mi aire. Entonces viene un olor a pérdida que se cierne sobre todo lo que abrazo y lo que suelto.
Después vendría la ceguera ante un amor que promete, ante una oportunidad de darle forma a un alma que había vivido invocando. Lo arruinaría todo, huyendo, evitando volver a sentir, volviéndome exigente e injusta, culpándolo por lo que otros me hicieron, reparando hasta en los menores detalles. En esos días era neurótica, equivocada, soberbia, arrogante, necia y pobre de espíritu. Era nada. Era miedo. Era triste. Era soledad.
Entonces llega el momento en que me encontré devastada, sola, callada y de nuevo sintiendo un amor que creía inexistente: había encontrado el amor pero lo deje ir, y me quedé con los ojos abiertos, las manos caídas y los dedos de los pies paralizados. Nunca más volvería a bailar. La danza había perdido su aroma y yo me quede indescriptiblemente triste.
El aroma de la felicidad reaparece por un momento y es entonces cuando lo llena todo como nunca: danza, y la decisión de fundirme con ella, de abrazarla, de hacerme una famosa bailarina.
A los veinticinco lo tenía todo para triunfar. Lo veo despertando a las cinco y media de la mañana para llegar a clase de siete, lo siento tomando cuerpo en mis ensayos vespertinos, lo saboreo en mi certeza de conseguir el giro, los aductores, el salto, la magia hasta entonces acariciada del movimiento.
El aroma del amor que me abraza, todavía lo percibo bañando mi aire. Es diciembre y huele a verano porque él regreso a buscarme, a vivir el amor conmigo, porque me ama, porque lo amo y despierto con él delgado, atlético, dulce y enamorado de mis cuarenta y cinco kilos de bailarina. El recuerdo del dolor muscular, como duele, a músculos adoloridos, de tantas horas de ensayos, de tener problemas porque se me sale la rodilla derecha. Que dolor me duele el alma, mi dedicación, mi ilusión, mis ánimos, mi entrega y mi decisión, de repente todo se acaba, se muere, llega el final. Se acaba mi sueno para encontrarme con la cruel realidad de que nunca jamás seré la famosa bailarina. Un dolor que me acompañara siempre, que no me dejara vivir jamás.
Entonces llega el momento en que me encontré devastada, sola, callada y de nuevo sintiendo un amor que creía inexistente: había encontrado el amor pero lo deje ir, y me quedé con los ojos abiertos, las manos caídas y los dedos de los pies paralizados. Nunca más volvería a bailar. La danza había perdido su aroma y yo me quede indescriptiblemente triste.
El aroma de la felicidad reaparece por un momento y es entonces cuando lo llena todo como nunca: danza, y la decisión de fundirme con ella, de abrazarla, de hacerme una famosa bailarina.
A los veinticinco lo tenía todo para triunfar. Lo veo despertando a las cinco y media de la mañana para llegar a clase de siete, lo siento tomando cuerpo en mis ensayos vespertinos, lo saboreo en mi certeza de conseguir el giro, los aductores, el salto, la magia hasta entonces acariciada del movimiento.
El aroma del amor que me abraza, todavía lo percibo bañando mi aire. Es diciembre y huele a verano porque él regreso a buscarme, a vivir el amor conmigo, porque me ama, porque lo amo y despierto con él delgado, atlético, dulce y enamorado de mis cuarenta y cinco kilos de bailarina. El recuerdo del dolor muscular, como duele, a músculos adoloridos, de tantas horas de ensayos, de tener problemas porque se me sale la rodilla derecha. Que dolor me duele el alma, mi dedicación, mi ilusión, mis ánimos, mi entrega y mi decisión, de repente todo se acaba, se muere, llega el final. Se acaba mi sueno para encontrarme con la cruel realidad de que nunca jamás seré la famosa bailarina. Un dolor que me acompañara siempre, que no me dejara vivir jamás.
Tengo 31 y vivo en una casita humilde con persianas en las ventanas y una cocina donde me hice cocinera. Hago el sexo tres veces a la semana, siento las ramas de mi tronco de mujer creciendo de mis entrañas, estoy embarazada por cuarta vez de un hombre que me aburre con sus besos cuando me repite en las madrugadas un insulso “te quiero” mientras duermo. Tengo 31 y tengo mi propia familia.
Tengo 41 y estoy deprimida, me siento que vivo en el abismo, llena de preguntas sin respuestas, de ser lo que no quería ser, de vivir donde no quería vivir, un sueldo ínfimo de mediocre maestra que no enseña, una carrera de último recurso, un ojo herido y el otro ciego, un corazón que no quiere sentir lo que siente. Estoy sola de nuevo, enemiga del amor, guardada en una caja de inmovilidad y miedo.
A los 51 encuentro un olor que perfuma el aire con su alegría: niñas que danzan al ritmo de mi voz que insiste en permanecer en un espacio donde no queda espacio para mi voz. Y me quedo y dicto una melodía a esos cuerpos pequeños, a esas caritas que me enseñan que aún tengo dos piernas que pueden saltar tan alto como puedan saltar sus piernas. Me detengo a apreciar y valorar lo que la vida me ofrece, los cabellos sudados de mis alumnas después de su clase de danza, de su alegría desmesurada cuando las felicito, de las flores que me regalaron después del recital, del recuerdo en mi mente que no hace más que llenarme de amor. Encuentro paz y felicidad en mis niñas bailarinas.
A los 61 me siento vieja, sola y perdida, me busco en la nada del amor, me busco en el desamor, me busco en lo profundo de un abismo que creo que me ahoga, pero que guardo en la boca de mi estómago. Pinto paredes y acomodo en los recovecos de mi sistema las piezas de un rompecabezas que no existe. Niego y contamino el ambiente con mi olor a cansancio, a sufrimiento auto inflingido. Ensucio el aire con mi olor de negatividad, de mujer que no acepta su realidad y que quiere cubrir su dolor engañándose al creerse completa.
A los 71 por fin encuentra la paz que llega después de años de andar errante, a su cama a las seis de la mañana que tibia la cobija, a los brazos de un amor que eligió y que la elije después de haber vagado como fantasmas que penan su desventura. Por fin esta enamorada de un enamorado que le lleva el desayuno a la cama. Es feliz sabiendo al fin que el amor es un lago dormido en el fondo de un mar que brama.
A los 71 por fin encuentra la paz que llega después de años de andar errante, a su cama a las seis de la mañana que tibia la cobija, a los brazos de un amor que eligió y que la elije después de haber vagado como fantasmas que penan su desventura. Por fin esta enamorada de un enamorado que le lleva el desayuno a la cama. Es feliz sabiendo al fin que el amor es un lago dormido en el fondo de un mar que brama.
A los 81 llega la muerte. ¡Ay!, debo llorar mil años para sacarme esta pena, pero no tengo miedo, estoy lista.Llega la Aurora, con su voz que calma, su regaño dirigido, su agujero de atrapasueños puliendo las imágenes de mi inconsciente. Siento su aroma dulce de mujer completa. Es mi amiga, maga, madre, hija, hermana, maestra, mi ángel. Es mi hermana perdida y encontrada. Dan las doce de la noche. El recuerdo de la luz, de la verdad, del talento, la apertura, la danza, los sueños de mujer que crece.
La Aurora me abraza con su fragancia de compañía. Me veo caminando, me percibo con los ojos y los dedos, me encuentro y me decido. Percibo un olor de mujer, de persona, de amante, de un amor que está en mí, que me besa, a una esencia de lo que soy y no soy, de lo que quiero y me rebasa. Huele a que me encuentro poco a poco y me desvanezco con la tarde, con la soledad que amo y con la compañía que no me acompaña. Percibo olores que quedan y que faltan, tantas esencias blancas y negras, perdidas, lejanas, encontradas, desiertas, cabizbajas, erradas.
Percibo olores a mí y a esos que pasaron, que permanecen, que quedaron, que mueren.
La Aurora me abraza con su fragancia de compañía. Me veo caminando, me percibo con los ojos y los dedos, me encuentro y me decido. Percibo un olor de mujer, de persona, de amante, de un amor que está en mí, que me besa, a una esencia de lo que soy y no soy, de lo que quiero y me rebasa. Huele a que me encuentro poco a poco y me desvanezco con la tarde, con la soledad que amo y con la compañía que no me acompaña. Percibo olores que quedan y que faltan, tantas esencias blancas y negras, perdidas, lejanas, encontradas, desiertas, cabizbajas, erradas.
Percibo olores a mí y a esos que pasaron, que permanecen, que quedaron, que mueren.
y más allá de la vida la luz llega, y era todo amor
ResponderEliminarMis disculpas por no haber respondido antes, tuve un día largo de trabajo y estudio.
ResponderEliminarNo tenés porque justificarte, fue solo una observación, comprendo que a veces puede ser complicado tener un lugarcito en la agenda para escribir o para compartir.
By the way, soy hombre, Miguel es mi nombre, Argentino, y el gusto es todo mío por conocerte a vos y a todos los de esta comunidad :)
mil gracias, me alagan tus felicitaciones, por provenir de alguien que tiene muchas ideas en la cabeza y mucho que contar por lo visto. y nada de despreciar. yo ahora estoy muy inquieto y no he leido la totalidad de tus letras. Me levantaré un día más tranquilito y receptivo. besos.
ResponderEliminarLA VERDAD ES UNA HISTORIA REALMENTE BELLA, HERMOSA, DIGNA DE ADMIRAR .... COMO UNA PERSONA PUEDE SENTIR TANTO DOLOR NO ENTIENDO. QIEN LA ESCRIBIO SE DESAOGO TAN SOLO CON UNAS PALABRAS ES DIFICIL VIVIR ESO...... BUENE HISTORIA TE FELICITO
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