Es de madrugada; la marea está alta, el mar embravecido ruge y levanta sus olas con la fuerza de la esperanza y las ansias del porvenir. El tiempo apremia. Abriéndose paso entre las rocas y los cangrejos, cuatro hombres llegan descalzos a la playa. Lucen pálidos y delgados; huyen desesperados de aquella isla que aman, pero buscan la oportunidad que alguien les prometió, pero que medio siglo después les ha robado. Buscan libertad, sueñan con iniciar una nueva vida. Se enrollan los pantalones hasta las rodillas y suben a la pequeña balsa que han construido, con materiales viejos, en pocas horas. Tienen los nervios de punta y sienten mucha hambre, pero no pueden detenerse ahora. Miran a todas partes y rezan mientras se muerden los labios; sus ojos llorosos dicen más que mil palabras, están unidos por un mismo propósito.
Sólo los familiares más cercanos saben de sus planes y han guardado absoluto secreto para que los comités del barrio no sospechen nada, si los agarran van presos. No han oído las noticias sobre el clima y tampoco saben leer las nubes. Los consuela pensar que “La Yuma” les aguarda a 90 millas de navegación; al llegar allí, todo será diferente. Han oído que muchos de los que huyeron como ellos han sido bien acogidos en otras tierras y ahora viven holgadamente; comen lechón con moros y cristianos, picadillo de carne de res, flan con queso crema, cortaditos oscuros y manejan carros nuevos en carreteras sin huecos. Pueden vestirse bien, bañarse todos los días con agua caliente y comer a tres tiempos. El idioma es lo de menos; saben que en esa tierra de oportunidades se ayudan mucho entre todos, como hermanos; son un pueblo muy unido, aún en el destierro. Son gente especial. Los hombres trabajadores, valientes y muy alegres; sus mujeres, además de bellas, son magníficas amas de casa y luchadoras incansables. Muy cristianos, aman a su prójimo como a sí.
Aníbal es un atleta, el más alto y fuerte del grupo; se vuelve tartamudo cada vez que tiene que afrontar momentos difíciles, siempre ha sido así. Rubén, es el poeta, sencillo, artista frustrado, el que sobrevive en la miseria y de gran sentido común. Ezequiel, es el más callado de los cuatro, carpintero de oficio y pescador de vocación. Lázaro es el fiestero, descarado vicioso, quien desde pequeño aprendió el oficio de su padre: ladrón de billeteras.Un día antes de abandonar la isla, el poeta conversó con su esposa y con el hijo que ésta lleva en su vientre, los consuela ante la tristeza de separarse, pero su partida es necesaria si de verdad anhela alcanzar sus sueños de escritor; ella siempre supo que ese momento llegaría, Rubén tiene mucho que decir como poeta, anhela la libertad de expresión y progresar. Aquellas son las últimas horas que compartirán, en unos días nacerá Rubencito y conocerá a su padre solamente por los relatos de su madre y un viejo retrato.Ezequiel quisiera llevarse a su perro, su cómplice y mejor amigo, siente una tristeza muy grande a la hora de partir, sabe que es la última vez que abrazará a Aquiles, su fiel compañero, que se le acerca y lo lame. El animal percibe la tristeza de su amo.Aníbal dejó a su esposa que lo cela y cuatro hijos, dos hembras y dos varones; dos hermanos que viven en la misma casa y una madre enferma desde siempre. De los cuatro balseros, él era el más fuerte y atractivo, el amante de las grandes familias, el buen proveedor, soñaba con jugar béisbol en las grandes ligas para volverse rico y famoso; pudiendo así liberar a toda su familia, ofrecerles una vida de lujo y comodidad, en la que nunca faltara la buena comida.Lázaro, joven cara dura, de manos rápidas y el más cínico de los cuatro; mujeriego y amante de la noche, el pecador. Se promete en silencio que va a empezar una vida nueva, que va a cambiar, que cuando llegue al país de la libertad usará sus talentos para el bien porque no tendrá que recurrir a los bajos recursos para sobrevivir, pero al mismo tiempo que piensa y siente todas esas cosas buenas en su mente desfilan las imagines de nuevas billeteras con jugosos billetes y casinos en donde podrá apostar grandes cantidades de dinero para llegar a ser muy rico y sentirse poderoso, en poco tiempo.
Desde que empiezan a flotar sienten el miedo por lo desconocido; mezcla de emociones, pero su juventud los ayuda e impulsa a continuar a pesar de las nauseas y mareos. La improvisada embarcación es incómoda, bambolea a merced de las olas y del viento que esa madrugada está malhumorado, sirviendo de disfraz a la muerte que ronda buscando nuevas víctimas. Si supieran que se han equivocado de día y que les depara una trayectoria difícil y trágica. Los cuatro aspirantes a la libertad se aferran a la madera vieja, se aferran a la vida, luchan como titanes por sus vidas, por el futuro que los ilusiona, que los atrapa. No quieren morir, luchan contra las fuerzas de la naturaleza hasta el final, hasta agotar toda su fuerza, pero su hora está marcada. La balsa y sus tripulantes llegan a tierra, pero ya es muy tarde. Los huracanes no sienten pena por nada ni por nadie: las olas escupen los despojos humanos en una playa cercana a la codiciada frontera.
Al amanecer, viendo como brilla el sol y sintiendo la calma de la playa, es imposible imaginarse que hace unas horas la naturaleza purgaba sus entrañas. Suaves y humildes olas -agua agotada- acarician los restos del banquete de la víspera, esparcidos por la arena que el grito de varias gaviotas y otras aves guaneras sobrevuelan esperando su turno. La espuma blanca y espesa envuelve los cuerpos tendidos y distanciados uno del otro. Los rostros de esperanza yacen hinchados, con los labios violáceos y ojos de miradas ausente. Cuatro hombres sin vida, murieron buscando vivir en libertad.
Pedro Pascual, el guardia costero, estaba haciendo su aburrido recorrido diario cuando encontró la escalofriante escena. El pobre se llevó el susto, la impresión de su vida. No sabe quienes son, pero experimenta por ellos un duro sentimiento, se encuentra ante un cuadro de dolor y tristeza infinita. Es tan abrumadora la sensación, que sin darse cuenta cae de rodillas y con ojos llorosos empieza a buscar señales de vida en los cuerpos. Sabe que es muy tarde para practicar los primeros auxilios, pero los estrecha contra su pecho para darles calor; los abraza con fuerza, les hace la señal de la cruz y empieza a orar un Padre Nuestro. Pide al cielo por el descanso de sus almas.Todos observan como el guardia de turno los está arrullando. Es un hombre joven, como ellos.
De repente se miran y se reconocen, se dan cuenta que al hablar, Aníbal, ya no tartamudea; ven sus cadáveres en la arena, pero también se ven fuera de sus cuerpos y es cuando se percatan de que ya no están sucios ni barbudos. Ahora visten de blanco, están bien peinados, afeitados y por alguna razón todos tienen flores, calas blancas, en sus manos. A pocos metros, mecida por la marea, sobre la arena mojada, los restos de una vieja balsa rota en mil pedazos guardan el aliento aterrador de la última noche. Llega una ambulancia y se llevan los cadáveres a la morgue de la ciudad.Mientras tanto Xiomara, la esposa de Rubén, no puede comer porque los nervios y un mal presentimiento la mantienen angustiada. No sabe nada de su marido, todavía es muy pronto, le han contado que a veces se pueden demorar hasta una semana en llegar a alguna orilla en una costa segura. Sabe que a veces las balsas pueden desviarse, como se lo escuchó decir a una vecina, llevando a sus ocupantes a otros golfos y playas distantes. Ramón, el ladrón socio y mejor amigo de Lázaro está buscando colillas de cigarrillos fumados en la esquinas porque se le han acabado y él fuma como chino en quiebra; hoy no pudo robar billeteras a los turistas desprevenidos; le hace falta la presencia de su compañero, de quien está secretamente enamorado, se siente preocupado por él, presiente lo peor. El perro flaco de Ezequiel, tiene a todos locos en el barrio, lleva días ladrando sin descansar, extraña mucho a su amo. Aníbal vivía con su enferma madre, dos hermanos, esposa y cuatro hijos pequeños; todos están con el alma en las manos, preocupados y en espera de noticias positivas. Buenas nuevas que nunca llegarán; no sabrán nada de sus hijos, esposos, padres y amigos, no tendrán nada más de los balseros, sólo los recuerdos y el vacío que se arraiga en el alma cuando se pierde a los seres queridos.De manera inesperada, el padre de Ezequiel siente una congoja solitaria y al mismo tiempo una nueva fortaleza; lo invade una incontrolable emoción y empieza a llorar como un niño, no comprende lo que le pasa, creía que desde hace mucho se había secado su pozo de lágrimas, pero esta noche su corazón congelado siente por vez primera un profundo dolor que derrite las murallas de nieve y hace nacer una nueva armadura de luz y de oración. Incrédulo de emoción empieza a rezar en voz alta, como cuando estaba en el colegio de curas Jesuitas, invoca a Jesús Redentor, a la Virgen de la Caridad, a San Lázaro. Todo a su alrededor se llena de luz; siente la presencia de su amado hijo, su olor y su voz que le susurra al oído que ya no debe sufrir más por él, porque ya tiene un nuevo hogar y es un hombre libre, feliz y en paz. No le han dado la noticia del hijo desaparecido pero sabe con certeza que su primogénito a muerto, que su hijo amado ya dejó este mundo.
Los noticieros de habla hispana han dado la noticia. No es nada nuevo, este es uno más de muchos incidentes similares. En los periódicos del día siguiente, una breve noticia en la sección de sucesos menciona el acontecimiento: cuatro víctimas de procedencia e identidad desconocidas. También hace referencia a frías estadísticas de inmigración. Nadie sabe, parece que a nadie le importa que la última noche fue la más difícil de sus vidas, físicamente agotadora. Durante la lucha final, los cuatro desconocidos se han unificado y antes de caer rendidos en los brazos de la muerte, en una sola oración, han pedido perdón por sus pecados y resignación para sus seres amados.Su aventura les ha hecho arribar en una ciudad limpia y maravillosa, una de las tantas que hay en el Cielo; donde no hay cabida para el sufrimiento, el desamor, la vanidad ni la esclavitud. Los pecados de la carne y los vicios terrenales no pertenecen al Paraíso.
Cuatro ángeles los esperan con sus alas abiertas para emprender el camino eterno. Por primera vez, en mucho tiempo, no sienten miedo, hambre, sed ni dolor. Cuatro balseros, han alcanzado la libertad.
Es muy triste que la gente tenga que abandonar la tierra que ama arriesgando su vida para lograr una vida mejor. Pasa allí pasa aquí y en demasiados lugares del mundo por desgracia. Al vivir cerca del Estrecho de Gibraltar es una realidad que tengo presente casi a diario.
ResponderEliminarUn saludo!!