20 abril 2010

Aceleraciones (un cuento de 1.010 palabras)

Ya me lo decía mi abuela, “no vayas a la ciudad que todo va muy deprisa”, y yo no le hice caso. Pues, ¿qué importancia tiene vivir acelerado cuando puedes “vivir”? Nuestros mayores, con eso de que han vivido mucho se creen que lo saben todo, y no se dan cuenta de que su pensamiento obsoleto no encaja bien en la forma de vida moderna. “Modernidad, modernidad… ¡Golfo! Más te valdría buscarte un buen trabajo y no eso que tienes”.

Un buen trabajo para ella era levantarse de madrugada y regresar a casa con la espalda rota por la noche. No, estaba claro que no podía vivir con ella. Y tras muchos llantos y promesas que sabía que no cumpliría, me marché a la ciudad.

¡Dios, vivían tantas personas juntas! Desde la humilde perspectiva de un campesino, parecía que se apretaban trillones de almas unas contra otras… Estaba en el cielo, nada que ver con las soledades y pobrezas de tierras baldías.

—¡Bienvenido, amigo! ¿Buscas trabajo? —se interesaba un individuo que repartía publicidad con alegría.

Y las muchachas me sonreían al pasar.

—Con dinero se pueden hacer muchas cosas… —insistía ofreciéndome un papelito con un número de teléfono.

De pronto, todo el mundo, como en las viejas películas que le gustaban a mi abuela, rompió a bailar en una improvisada coreografía.


                                    “Con dinero podrás comprar una bonita casa,

                                     con dinero tendrás amigos y el amor,

                                     con dinero serás respetado…”



…Cantaban con alegría los transeúntes de la avenida. Mis expectativas estaban más que satisfechas. Sí, estaba en el cielo. Tomé el papelito del hombre sonriente y llamé al número de teléfono.

—¿Cómo, que acabas de llegar a la ciudad? ¡Muchacho, no te preocupes por nada, ya tienes trabajo! Vente a las oficinas para recoger las llaves de tu apartamento.

Ya tenía casi de todo, y todavía sin hacer nada. ¡Pobrecita mi abuela, qué equivocada estaba! Con mi primer sueldo alquilé una casa más grande, con un inmenso jardín comunitario, dónde las vecinitas me lanzaban insistentes miradas. “¿Por qué me miran así? Quizá sea porque soy nuevo en el barrio y tendrán curiosidad… Me voy a presentar, será lo más educado”.

—Hola, me llamo…

De un modo inesperado me empujaron tras un matorral, y descubrí con placer, repetidas veces, el ansia femenina por la reproducción.


                                      “Descubrirás el amor, todo el amor

                                       y nada más que el amor;

                                       si nos das hijos, muchos hijos

                                       a los que amar…”


...Cantaban las mujeres en un revuelo de besos y caricias.

—Cuando termines de trabajar pásate por aquí —decía una—. Todas conocemos cientos de maneras diferentes de relajar a un procreador.

Y pobrecito mi abuelo, que murió sin conocer el paraíso.

Los días transcurrían apaciblemente, y la ciudad crecía a un ritmo vertiginoso. Era imposible no darse cuenta que se levantaban barrios enteros en muy poco tiempo, claro que todos éramos trabajadores felices y muy bien motivados. Además, apenas existían conflictos sociales que repercutiera en el progreso general.

—Abuela, tienes que venir. La ciudad no es como te imaginas… ¡todos son felices! —dije por teléfono, en un intento de traerla.

—No hijito, sé como son los de la ciudad: ¡unos golfos que sólo piensan en lo mismo!

—Abuela, estás confundida.

—Cariño, regresa conmigo… Los de la ciudad están condenados.

Imposible razonar con ella, era de ideas muy rígidas. Al colgar el teléfono noté un temblor extraño en el suelo, muy suave. No le di la importancia que merecía, aunque se repitieron a lo largo del día, y cada vez con mayor intensidad. Pero nadie parecía preocupado por los seísmos, tal vez porque las construcciones estaban muy bien diseñadas.

Poco después surgieron los vientos, auténticos ciclones que arrasaban todo a su paso. Y los gobernadores tranquilizaron al pueblo:

—Desgracias naturales siempre han existido, y no podemos evitarlas… ¡Pero sí podemos reconstruir la ciudad y hacerla más grande aún! —Clamaban nuestros dirigentes.

Poco después hubo quien presentó estudios detallados sobre la relación entre los seísmos y los ciclones, pero nadie hizo caso… Todos eran demasiado felices para cambiar de vida como sugerían los informes. “¡Estáis condenados!”, clamaba desde el recuerdo mi abuela. Y tronó.

Del cielo surgió la voz de un dios todopoderoso, enfadado y celoso de nuestra felicidad. Los ciudadanos buscaron refugio en sus casas, asustados por aquel lamento antinatural que desconocían. Muchos desempolvaron los viejos libros de religión, los que propugnan una existencia equilibrada basada en la contención de nuestros instintos. ¿Pero es que no estaba superado que la religión impedía la plena realización del individuo?

En cuanto cesó el bramido, la ciudad retomó su actividad normal. Se olvidaban demasiado pronto sucesos tan extraños, porque la única premisa para ser feliz estaba en vivir el presente, olvidar el pasado y no pensar en el futuro. Porque los que miran demasiado el pasado se quedan anclados a él, como mi abuela, y no disfrutan de las cosas buenas de la vida; y los que miran excesivamente al futuro, quedan atrapados en las expectativas de unas hipotéticas bendiciones que nunca experimentan. Como mi abuelo.

Si los ciclones anteriores habían arrasado parte de la ciudad, los vientos que surgieron después se revelaron como apocalípticos. Nada hacía presagiar huracanes que arrancaran de raíz ciudades enteras…

Desde la ventana del salón de mi casa veo como otra ciudad se precipita hacia mí. Veo la cara de horror de miles de personas volando, agarrándose inútilmente a objetos cotidianos que en otras circunstancias habrían dado un punto de apoyo estable; y pienso que ahora que había conseguido realizarme, que estoy en lo mejor de mi vida, voy a morir.

Pero la muerte no llega por azar, sino por necesidad. Me preparé para el impacto que anularía mi existencia, pero no sucedió. Gravité por mi salón, y con mucho esfuerzo conseguí asirme a la ventana.

No reconocí el paisaje habitual, los jardines habían desaparecido, y en su lugar aprecié una sustancia extraña, translúcida y pegajosa que recubría todo hasta dónde llegaba la vista. Dios había estornudado, y yo viajaba a la velocidad de la luz por la inmensidad del espacio vacío.



—Jesús—






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2 comentarios:

  1. excelso.brillante, hermoso,como siempre...
    saludos
    lidia-la escriba

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  2. Excelente relato. Me has atrapado de la primera a la última palabra.
    te felicito
    Amalia

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