09 abril 2010

aeat






Eran sus ojos, sus inmensos ojos dorados los que me atrajeron desde el primer momento, desde el minuto cero, cuando atravesó las puertas de cristal y acercándose a mi mostrador me dio los buenos días sin pena ni gloria. Yo traté de no sonreír como una boba, pero las comisuras de mis labios habían tomado vida propia y se estiraban, una y otra vez, a cada palabra suya, a cada gesto, a cada inspiración. Arqueó una ceja, una de sus delineadas y espesas cejas negras y el mundo se detuvo, me quedé sin armas, sin recursos, sin palabras bajo los efectos de su profunda voz de ultratumba, por suerte él no podía escuchar los latidos de mi corazón que para entonces atronaban mis oídos.

- Podrías darme un bolígrafo – pidió cortésmente con una sonrisa que dejó al descubierto una hilera de nacaradas perlas resaltadas por la piel morena. Yo le habría dado un bolígrafo, una caja de bolígrafos, un camión de bolígrafos, mi dirección, mi teléfono y hasta la talla de sujetador si volvía a sonreírme así.

En los escasos segundos en los que el raciocinio volvía a regir en mí mientras rellenaba su documento me repetía que estaba tonta, que no debía dejarme influir así por aquel desconocido que lo único que quería de mí era que admitiese su formulario a trámite.
Mis ojos habían viajado veloces a su mano derecha, carente de anillo, de ahí a sus ojos de nuevo, dando un furtivo paseo por la perfecta curvatura de su cabeza pelada y sus exóticos rasgos mestizos perdiéndose en la voluptuosidad de sus labios, un camino sin retorno posible.

Había terminado con el papel y me lo devolvía, entonces yo simplemente lo sellaría, estamparía mi tampón de goma sobre el blanco folio, tintándolo de azul, y él amablemente me daría las gracias y se marcharía, dándome la espalda, su fornida espalda de nadador olímpico, con andar resuelto, despareciendo por las cortinas de cristal que le habían traído hasta mí, devolviendo mi vida a su rutina habitual, la rutina, la monotonía sin él.


Pensé mil opciones, mil palabras que decirle para vislumbrar que me gustaría conocerle, unas fueron descartadas por obvias, otras por desesperadas, en un microsegundo, quedando finalmente muda, resignada a su partida.

Sellé el documento con el alma cargada de decepción y resentimiento conmigo misma y se lo entregué. Él, el misterioso desconocido, sonrió como agradecimiento y se giró, dispuesto a marcharse caminó unos pasos hacia la salida. Yo me esforzaba por verle marchar, quizá no volviese a verle nunca, aún a pesar de que la siguiente de la fila, una señora septagenaria de blanco rodete insistía tenazmente en que leyese el formulario que acababa de entregarme. ¿Tan difícil era darse cuenta de que en aquel preciso momento sólo tenía ojos para él?

De pronto se detuvo y giró ciento ochenta grados, mi corazón amenazaba con salirse fuera del pecho cuando distinguí el bolígrafo que le había prestado entre sus dedos. Había olvidado entregármelo. Regresó hasta mi lado y cuando sonrió, para mí, clavando sus ojos en los míos, la anciana sencillamente dejó de existir, desapareció, como todo alrededor.


-Tenía que devolvértelo- dijo y yo asentí con una sonrisa bobalicona – sino, ¿cómo ibas a apuntarme tu teléfono?

Quien iba a decirme que encontraría al amor de mi vida en una oficina de Hacienda.

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