Braceaba con fuerza, con toda la energía que emitía su menudo cuerpo, extendiendo todas y cada una de las fibras musculares de sus brazos y piernas, batiéndolas contra las poderosas olas de hielo que se estrellaban contra su rostro una y otra vez cuarteando su piel de salitre. La costa era tan sólo una ligera bruma, un haz de diminutas luces que bailaban perezosas en el negro horizonte. Tragaba la salada desesperación y respiraba agitado, su prioridad era mantenerse a flote y caliente en el mar helado de noche y tempestad. 14 km, se repetía mentalmente, incapaz de pronunciar palabra con los labios entumecidos, una y otra vez, 14 km que le separaban de su sueño, de Europa.
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Y se acordaba de su madre, Amina, podía verla sentada en el pequeño taburete de jibá junto a la puerta de la humilde cabaña de brezo, sus ojos arrugados de años y penas, sus labios cortados por la cálida brisa del desierto, la tez morena abrasada por el sol, sus manos callosas amasadas por el duro trabajo. Amina nunca se quejaba, por difícil que fuera su vida, por fuerte el dolor, jamás salió de su boca un lamento. Le arrullaba con su sonrisa desdentada y sus nervudos brazos como si la miseria fuese un lejano cuento en boca de otros. En cambio, cuando Said la advirtió de su partida sus ojos se empañaron cargados de lágrimas contenidas, pero no lloró, ni una sola lágrima se derramaba en el estéril desierto. No lo hagas, le había pedido, pero el muchacho estaba decidido a emprender su aventura y llenaba el aire de castillos con fantasías de cómo sería la nueva vida de su familia cuando comenzasen a recibir el poderoso dinero del otro lado, lo había visto en sus vecinos, cómo prosperaban, cómo desaparecía el hambre de sus casas como un viejo ensueño. Estaba dispuesto a todo por llevar esa misma dicha a su casa. Por su madre, por sus hermanos.
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El agua se colaba rebelde por los agujeros de su nariz y el muchacho contenía el aliento, cada bocanada de salitre congestionaba su garganta haciendo mucho más difícil respirar y por tanto mantenerse al flote. La necesidad de llorar se había suplido por la de sobrevivir, había visto hundirse ante sus ojos la rudimentaria embarcación de madera con ochenta personas a bordo de los cuales no distinguía a ninguno en el oscuro horizonte. Jamás olvidaría los brillantes ojos de Ahmed, el pequeño de ocho años que viajaba atemorizado en brazos de su madre. Tampoco le veía a él, cuando la patera comenzó a hundirse se concentró en nadar lo más rápido, lo más lejos posible para que no succionase su cuerpo hacia el fondo en su descenso. Las poderosas corrientes lo zarandearon como a una cáscara de nuez y las altísimas olas le impidieron distinguir a sus compañeros en el agua hasta que estuvo demasiado lejos de cualquiera de ellos. Es el mejor momento, con este mar hay menos visibilidad, había dicho el maldito mercenario antes de zarpar, también él estaba en el agua, quizá en ese momento no pensaría del mismo modo, si aún no se había ahogado.
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Todo el desierto crucé, sin agua, sin comida, muerto de sed durante días y ahora no voy a morir ahogado, se dijo a sí mismo tratando de calmarse. La luna llena se erigía en el cielo como un enorme queso de bola, iluminando el revuelto mar, permitiéndole distinguir claramente al enorme barco que cruzaba en la lejanía, un petrolero o un barco de mercancías, en cuya quilla rompían las demoníacas olas con fuerza, le observaba sin gastar energías en tratar de hacerse oír sobre el fuerte rugido de su motor, sabiéndose afortunado de permanecer lejos de aquel mastodonte de hierro que trituraría sus huesos antes de percatarse de su presencia.
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Nadie sabía que estaba allí, nadie le buscaba y sus músculos comenzaban a entumecerse por el frío y el agotamiento. No puede ser éste mi final, se repetía incrédulo el joven Said, la primera vez que vi el mar y el mar acabará conmigo. Había aprendido a nadar en el río que pasaba por su humilde aldea, sólo en invierno cuando las lluvias de las montañas se concentraban en un arroyo menudo que cobraba fuerza a lo largo del descenso, pero no era lo mismo que nadar en el mar, en mar abierto, nunca nadie le advirtió que el agua salada se adheriría a las paredes de sus pulmones dificultando su respiración tras cada involuntaria bocanada.
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La pierna derecha se negó a continuar nadando, un fortísimo calambre que envaró los cansados tendones y chapoteó sabiéndose cadáver. Su último pensamiento fue para su madre, ya nunca tendría aquella chilaba de seda que le prometió, mientras la muerte líquida invadía sus pulmones.
Sólo vio luz, una luz cegadora que todo lo envolvió mientras el agua aún recorría su maltrecha garganta. Sólo luz y la fuerza de una mano que tiraba de él, de su agujereado jersey de lana de oveja hasta sacarle del agua, el chapoteo de otro cuerpo a su lado y luego la oscuridad lo envolvió todo. Said fue rescatado por los tripulantes de un barco pesquero de Barbate que lo encontró por casualidad al dirigirse con su GPS a un caladero predeterminado, fueron ellos quienes le dieron los primeros auxilios, salvando su vida. Después de su recuperación se fugó del hospital en el que había sido ingresado para evitar la repatriación. De sus compañeros de viaje no se supo nada, nunca.
Nota: Es mi humilde homenaje a los muertos anónimos que sucumben sin dejar rastro bajo las terribles aguas del estrecho de Gibraltar tratando de alcanzar el sueño de Europa. Son demasiados pero todos tenían nombre, todos.
Foto: Marruecos visto desde Tarifa, España, sólo 14 km.
Triste y hermoso a la vez...
ResponderEliminarCasi todos los paises en vias de desarrollo entendemos aunque sin ofrecer una solucion sustentable, el calvario de los miles de migrantes que hacen viajes como éste cada año, allá se llama estrecho de Gibraltar, acá se llama Rio Bravo... al final solo nos quedan los mismos hombres tan muertos como sus sueños.