Querido Christian:
Hace
mucho tiempo que no sé de ti, y la verdad, me costó bastante averiguar
dónde resides actualmente. ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Cien años?,
¿o tal vez doscientos? Ah, la eternidad es larga y para una persona tan
caduca como a mí resulta imposible llevar la cuenta de los segundos, de
los minutos, de las horas. Cuando alguien es mortal vive al límite; cada
segundo en su existencia cuenta. En cambio nosotros, eternos
caminantes, estamos condenados a formar parte del mundo hasta la
destrucción de éste. Y éso, es mucho tiempo.
No
me niegues, Christian, que nuestra existencia, de igual forma que la
humana, termina desvaneciéndose como lo hacen los colores de un lienzo
malogrado por el aguarás. Puede que nuestra consciencia continúe fresca,
pero aunque sea redundante no somos conscientes, pasados los siglos, de
su presencia. Y por ello es que transcurren los años y nos parecen
horas. A veces me paro a pensar: ¿Ya estamos en el siglo de la
electrónica?; ¿de los móviles, ordenadores, Ipods, tabletas y consolas?
Christian, dime: ¿acaso estoy soñando? Todo aquello que antaño
concebíamos como imposible resulta no serlo. Aunque bueno, con el paso
del tiempo uno aprende a aceptar cualquier hecho como plausible.
Christian,
por los dioses, se me va la cabeza. El objetivo de mi carta era
alabarte por la sabiduría que me transmitiste tras mi conversión, no
cavilar sobre minucias que posiblemente para ti carezcan de importancia.
Bueno, mejor voy al grano que los años me han vuelto más charlatán y
cabezota de lo que posiblemente recuerdes de mí.
¿Te
acuerdas de mi afán por la filantropía?; ¿del amor incondicional que
tuve a los humanos? Ha muerto, y junto a él mi amor hacia el té. La
última pelea que tuve contigo, que fue también la que bifurcó nuestros
destinos, ocurrió en Roma y era justamente sobre la absurda manera con
la que justificaba todos los errores de la humanidad. Debo admitir que
siempre he sido una persona terca, y que ello no ha sido favorecedor en
cuanto al descubrimiento de mi error. Tenías razón, Christian: el ser
humano es la especie más cruel, egoísta, primitiva y denigrante que
conozco. Es una raza egocéntrica que únicamente se preocupa por su
propio beneficio; que no tiene principios a la hora de dañar, incluso, a
sus semejantes. Y, posiblemente, lo que tal vez más me irrite de ellos
es que nos cataloguen como monstruos.
Quisiera
pedirte perdón. Implorarte, de rodillas si me lo exiges, volver a tener
una relación como la de antaño; quiero que seas mi maestro. Me gustaría
poder aprender de ti todo lo que estos siglos de ignorancia rechacé.
Así pues, esperaré pacientemente tu respuesta. Mándamela al bar «Lamia»,
de Londres; recuerdas cuál es, ¿verdad?
Y ya, sin más, me despido, con un abrazo si es de tu agrado.
Atentamente:
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